13 Baktun y el fin del mundo maya
Nosotros venimos del Brujo Lunar y de La de la Mansión de las Guacamayas. Del Brujo Envoltorio y La de la Blanca Mansión del Mar; de Guarda-Botín y La de la Mansión de los Colibríes; del Brujo Nocturno y La de la Mansión de los Bogavantes. Ellos engendraron a los hombres, a las tribus pequeñas, a las tribus grandes. A los hombres de maíz. Y a sus mujeres de nubes, selvas, volcanes y costas.
Falta apenas un sol para que se cierre otro ciclo. El 13 Baktun. Lo que equivale a cinco mil 128 años. Hasta acá llega el calendario porque es unidad que se reproduce en cuenta larga. Porque los mayas miden el cielo y la tierra de trece en trece. Pero vendrán más katunes y más baktunes. El fin del mundo maya no comienza mañana.
Comenzó, dice el Chilam Balam, cuando entró la tristeza.
Solamente por el tiempo loco, por los locos sacerdotes, fue que entró a nosotros la tristeza, que entró a nosotros el “cristianismo”. Porque “los muy cristianos” llegaron aquí con el verdadero Dios; pero ese fue el principio de la miseria nuestra, el principio del tributo, el principio de la limosna, la causa de que saliera la discordia oculta, el principio de las peleas con armas de fuego, el principio de los atropellos, el principio de los despojos de todo, el principio de la esclavitud por las deudas, el principio de las deudas pegadas a las espaldas, el principio de la continua reyerta, el principio del padecimiento. Fue el principio de la obra de los españoles y de los “padres”, el principio de usarse los caciques, los maestros de escuela y los fiscales.
Esto dice el Chilam Balam de Chumayel.
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A principios de esta semana, un ex director de Patrimonio Cultural de El Salvador publicó una disculpa en un periódico de circulación nacional –para cumplir con una orden judicial- por no haber protegido bienes arqueológicos. Hace algunos años (El Faro lo denunció en 2007) otorgó permisos de construcción para lotificar una zona arqueológica conocida como Sitio El Cambio, justo donde se creía que estaba un cementerio de los mayas que habitaron toda la zona de Zapotitán, que incluye Joya de Cerén y San Andrés. Los tractores comenzaron a emparejar la tierra. Sacaban una gran cantidad de cerámicas, de ofrendas, de huesos. “Basura arqueológica”, les llamó ese director de Patrimonio Cultural. Su jefe, el presidente del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, aclaró: “No se puede impedir una urbanización por unos tiestos”. Y siguió la tristeza.
Esa misma administración cultural hizo un convenio para que la privada Fundación Arqueológica Salvadoreña, FUNDAR, administrara los principales sitios arqueológicos registrados en Patrimonio Nacional. Nunca pensó el encargado nacional de la cultura, supongo, que podía haber un pequeño conflicto de intereses o riesgos para el patrimonio nacional: Algunos de los miembros de FUNDAR son los mayores coleccionistas privados de piezas arqueológicas,conseguidas pagando a campesinos para que desentierren en lugares donde el Estado no puede costear investigaciones y pagando a obreros de la construcción para que rescaten todas las piezas que los tractores dejen en buen estado en las construcciones que se llevan a cabo en zonas arqueológicas de El Salvador desde que llegó la tristeza. Piezas que terminan en sus manos privadas. Por eso en las casas de algunos miembros de FUNDAR hay mejores y mayores colecciones que las del Museo Nacional de Antropología e Historia. (En este país, donde hasta lo más público es privado, los Acuerdos de Paz que pusieron fin a la guerra civil en 1992 están colgados en la sala del ex Presidente Alfredo Cristiani).
Desde aquí escribo ahora. Desde el Valle de las Hamacas, cuna de los mayas que lo habitaron en el preclásico y que se sitúa junto al gran señorío de Cuscatlán de los pipiles, hoy convertido en centros comerciales, residenciales cerradas y una embajada. Una gran embajada del gran país del norte.Construidos sobre el centro cívico religioso de esa gran ciudad. Pero igual pasaron los tractores hace más de dos décadas, porque la geopolítica era más importante que unos tiestos viejos. De Cuscatlán no queda nada más que el nombre y las ruinas y figurillas soterradas a gran profundidad esperando que pasen los tiempos de los dioses escarabajos que todo lo corrompen y todo lo destruyen.
En el resto del país, de testimonio de aquel pasado nos quedan apenas unas pirámides maltrechas, recubiertas de monte o de cemento junto a montículos que prometen más pirámides que no pueden ser descubiertas por falta de presupuesto. Junto a promesas, pues, de hallazgos arqueológicos que nos ayuden a entender mejor cómo funcionaban las sociedades que habitaban el corredor maya desde aquí hasta el sureste mexicano, y cómo convivían, se comunicaban y hacían la guerra contra otras culturas mesoamericanas nahuas, toltecas, olmecas…
Por encima y por debajo de esas piedras, de esos grandes monumentos, escribió Carlos Fuentes en su maravilloso Espejo Enterrado, “existía en Mesoamérica una sociedad vivaz y sensible, circulando alrededor de las pirámides y creando los valores de la continuidad cultural de las Américas”. Y el hombre de esa sociedad se encuentra hoy en esos tiestos viejos. En esos artefactos que los tractores siguen arrasando; destruyendo la humanidad retratada en figurines y en vasijas; en pedernales y hachas; en muñequitas para acompañar a los muertos.
Algunos de esos que sobrevivieron, porque nadie necesitaba tractores en una hacienda agrícola ganadera en el Valle de Zapotitán llamada San Andrés, fueron un pedernal y una piedra ceremonial que permitieron a los arqueólogos determinar que el centro político religioso que ahí encontraron era maya y Joya de Cerén lo era también. Y también, por supuesto, el Sitio El Cambio, destruido con la venia de las autoridades encargadas de velar por el patrimonio nacional.
Ese ciclo, el de la destrucción del mundo maya y del mundo indígena por extensión, aún no termina. Sigue vivo en el tremendo racismo arraigado en la estructura de la sociedad guatemalteca y chiapaneca; sigue vivo en la ausencia de nuestra herencia indígena en la construcción de nuestras identidades nacionales; en el saqueo y destrucción de nuestras piezas arqueológicas; en la histórica erradicación de las lenguas y las tradiciones indígenas, en la negación cotidiana de nuestros orígenes.
Hace algunos años, conversando con el gran cronista mexicano Carlos Monsiváis, le pregunté por qué en México eso era tan distinto; por qué oficialmente México asumía con orgullo la grandeza de su pasado y no así los países de América Central. Me dijo que no siempre fue así. Que todo cambió cuando, en los años sesenta, inauguraron el monumental Museo Nacional de Antropología, en la Ciudad de México. El mexicano, creía Monsiváis, se topó de frente contra su propia grandeza que había despreciado oficialmente durante muchos años. Y esa grandeza fue utilizada hábilmente por los gobiernos priistas mexicanos como carta de presentación mundial y como centro de la construcción interna de la identidad mexicana.
Hasta eso, y hasta en México, está cambiando. La semana pasada, una investigación del New York Times demostró cómo Wal-Mart sobornó a alcaldes, burócratas y autoridades arqueológicas mexicanas para poner un almacén en las pirámides de Teotihuacán. Pocas cosas ilustran mejor lo poco que respetamos la herencia de ese mundo del que venimos los mesoamericanos.
Pocas, pero las hay: la venta de una isla arqueológica en el Lago de Güija, llamada Igualtepec, con la mayor concentración de petrograbados de toda Centroamérica. A la venta en un anuncio clasificado para disfrute exclusivo del afortunado que la pueda comprar.
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Los historiadores creen que alrededor del 90 por ciento de la población maya y nahua (o nahuatl) desapareció en el primer siglo de la colonia debido, más que a las guerras, a pandemias ocasionadas por nuevas enfermedades traidas por los europeos. Estos también, para someter a las poblaciones, se instalaron en las principales ciudades de cada región, abonando así a la destrucción. Por eso, dice el Chilam Balam, es que llegó la tristeza. Por esto renunció Bartolomé de las Casas a sus posesiones y denunció la “destrucción de las Indias”.
Déjenme compartir las impresiones de John Lloyd Stephens, aquel viajero estaodunidense que recorrió Mesoamérica en la primera mitad del Siglo XIX junto al dibujante Catherwood, al descubrir la ciudad maya en la zona de Palenque, en el sureste mexicano:
Lo que teníamos frente a nuestros ojos era grandioso, curioso y extraordinario. Aquí estaban los restos de un pueblo cultivado, pulido y peculiar, que había pasado por todas las etapas incidentes al surgimiento y caída de las naciones; alcanzó su edad dorada y murió enteramente desconocida. Los eslabones que los conectaban con la familia humana fueron cortados y perdidos, y estas eran las únicas memorias de sus huellas en la tierra. En medio de la desolación y la ruina miramos al pasado, apartamos la densa selva y apreciamos cada edificio perfecto, con sus terrazas y pirámides, sus ornamentos esculpidos y pintados, grandioso, noble e imponente, sobremirando una planicie inmensa y deshabitada; llamamos a la vida a esa gente extraña que nos miraba con tristeza desde las paredes; los imaginamos en trajes elegantes y adornados con plumas, ascendiendo a las terrazas del palacio y las gradas que llevan a los templos. Nada me impresionó jamás con tanta fuerza como el espectáculo de esta alguna vez grande y adorable ciudad, ahora desolada, vencida y perdida; descubierta por accidente, rebasada por árboles en varias millas alrededor, y sin siquiera un nombre que la distinga.
1519 fue el año en que dejaron de llamarse mayas. El séptimo año del Once Ahau Katun. Entonces comenzaron a llamarse mayas cristianos. Eso dice el Chilam Balam.
Hemos llegado al final del 13 Baktun.
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SOBRE EL AUTOR
Carlos Dada, periodista salvadoreño, es fundador y director de El Faro (www.elfaro.net), un medio reconocido por su independencia y su alta calidad. Dada ha trabajado en prensa, radio y televisión cubriendo noticias en más de 20 países. Es Knight Fellow por la Universidad de Stanford y ha sido galardonado con el LASA Media Award 2010 y el Maria Moors-Cabot de la Universidad de Columbia.
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